viernes, 21 de noviembre de 2014

MADRID, 20 DE JULIO DE 1936



El 20 de julio de 1936 amaneció caluroso en Madrid. Hace 75 años, al igual que hoy, el verano estaba en su pleno apogeo y el sol no tardaría en romper la fútil tregua de la mañana para dar paso muy pronto al calor agobiante propio de esas fechas. Era lunes y las calles estaba repletas, pero nadie iba a trabajar. Madrid estaba en ebullición. Los españoles estaban sufriendo un golpe de Estado desde el viernes por la tarde. El domingo ese golpe había llegado a Madrid, al cuartel de la Montaña, y ahora los madrileños, mejor dicho los trabajadores madrileños, lo estaban rodeando para que los soldados no pudieran salir de allí.

El asedio era espontáneo y parecía bastante desorganizado. Miles de personas se agolpaban en las cercanías del cuartel -que se encontraba en el mismo lugar que hoy ocupa el Templo de Debod- cortando las calles de Ferraz, la cuesta de San Vicente y la Plaza de España. Habían pasado la noche para evitar la salida de los soldados. Pero más allá de eso nadie sabía muy bien qué hacer. Apenas había nadie allí que pusiera orden ante la desorganización e incluso la inconsciencia temeraria de muchos de los presentes, que se paseaban a pecho descubierto completamente a tiro desde las ventanas del cuartel. Pero todavía no había pasado nada.



La cosa cambió a partir de la mañana. Empezaron a llegar los guardias civiles y de asalto leales a la República. Aunque no eran soldados, sí sabían pelear. Y con ellos trajeron un cañón. Iban a asaltar el cuartel.

El cañoneo fue recibido con ovaciones por la muchedumbre a la que los oficiales tenían que abroncar cada vez que querían disparar porque se ponían delante impidiendo el tiro. El ambiente era de fiesta. Todo parecía un juego, un entretenimiento inocente. Estaba claro que se iba a vencer a los fascistas encerrados, y más cuando un avión leal a la República comenzó a tirar bombas al patio del cuartel. Para los obreros allí congregados parecía una tarea fácil. Se ganaría a los fascistas, se tomarían sus armas y después a tomar un vermouth unos y a empezar a organizar la revolución otros. No parecía una guerra.



Después de varios disparos de cañón y alguna bomba desde el aire, una bandera blanca parecía indicar que los militares se rendían. La masa, eufórica, empezó a acercarse al cuartel completamente desprotegida. De repente, una ráfaga de ametralladora segó los cuerpos de los trabajadores que momentos antes se creían invencibles. Decenas de hombres y mujeres cayeron al suelo. ¿Había sido un ardid, un truco para engañarlos? La masa sintió una rabia desenfrenada. Se sentían traicionados. Lo que parecía un juego inofensivo en realidad era una realidad sangrienta. La revolución no se hace cantando, y mucho menos desarmados.

Pero la ráfaga, lejos de conseguir asustar a los obreros y hacer que se dispersaran provocó lo contrario. Venganza. Había que vengar a los muertos. Sangre por sangre. Si antes habían sido temerarios por inocencia, ahora lo eran por la rabia. Al asalto, miles de obreros atacaron el cuartel. Los falangistas y soldados disparaban sin parar. Eran indiscriminados, a matar. Al miedo por perder su pellejo se unía el odio hacia esa gente que corría directamente hacia ellos. Cada bala un pecho. La matanza fue horrible. Pero los obreros llegaron a la tapia y la vencieron. Entraron en el cuartel. La venganza había comenzado. Los oficiales y los falangistas fueron linchados y algún que otro soldado. El general Fanjul fue detenido. Sería juzgado y fusilado por traidor.



Al llegar la tarde del día 20 la rebelión de los militares había fracasado en Madrid. Quedaban algunos focos aislados, pero no tenían esperanzas. El poder estaba ahora en manos de los obreros y de los sindicatos a los que pertenecían. El Cuartel de la Montaña tenía miles de fusiles con los que se armó al pueblo. Habían nacido las milicias populares. Ahora el objetivo era salir de Madrid y recuperar las ciudades que habían caído en manos de los sublevados. Había que hacer la revolución, la república sería socialista y revolucionaria, o no sería. El Gobierno pintaba poco, apenas nadie le hacía caso. Todo parecía posible y fácil. Pero nadie sospechaba que era el inicio de una guerra civil.







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